viernes, 13 de noviembre de 2009

Cambiar de camiseta (Waldo Peña Cazas)

TAL COMO LO VEO



Hace años, los Honorables Representantes Nacionales se pusieron sin querer una camisa de fuerza que les impedía moverse a sus anchas en la arena política: aprobaron una ley contra el “transfugio”. En el lenguaje político boliviano, esta fea palabreja define la conducta de los desertores o golondrinos que abandonan una tienda política para acomodarse en otra, por cuestiones puramente estomacales.

Costumbre detestable; pero con muchas aristas. En principio, ¿qué bicho les picó a los Honorables para que aprobaran una ley contra sí mismos? Estaban obligados, porque sus jefes – dueños de los partidos y de las bancadas parlamentarias– querían evitar que los segundones se les subieran al cogote y provocaran disidencias o deserciones masivas. Para estar en estado de gracia todos los militantes debían decir amén a la palabra del jefe y levantar el dedo a la voz de mando en el Congreso.

Pero nada puede evitar que las ratas abandonen los barcos a punto de hundirse: hoy vemos en las listas de candidatos muchos pasapasas y camaleones, golondrinos con las alas cortadas que han cambiado de camiseta para seguir volando. No les faltan argumentos para justificar sus vaivenes; pero, ¿de qué vivirían si no medraran en un rebaño político?

Podemos, en un minuto fatal, inscribirnos en un partido; pero, ¿no tenemos derecho al arrepentimiento, si se nos ilumina la sesera y nos damos cuenta de que su ideología es una opería o de que el jefe es un ladrón? Después de meter la pata, siempre hay una oportunidad para reflexionar, para golpearse el pecho, para redimirse, y sería inhumano condenar a un individuo a ser movimientista, adenista o mirista de por vida.

Las ideologías condicionan los modos de pensar y de actuar; pero hay un abismo entre los sueños y la realidad, entre los hombres y sus ideales, entre los postulados y la práctica. Es común ser adepto, militante, partidario, discípulo, prosélito, devoto o hincha, y someter la voluntad a una iglesia, a una secta, a un partido o a una logia; pero hay un punto crítico en el que las convicciones y la conciencia se quiebran, pues tarde o temprano un hombre inteligente descubre que estaba adorando a un fetiche y reniega de su pasado. El pensamiento no es una cosa, sino un proceso, un fenómeno siempre cambiante. Sólo un idiota piensa hoy exactamente como pensaba ayer.

Arthur Koestler, Romain Rolland, André Gide, Louis Fischer, Henry Barbuse, André Malroux, Richard Wright, John Dos Passos, Upton Sinclair, John Steimbeck, Bertrand Russell y otros dedicaron al comunismo todo su talento, y después lo combatieron con todas sus fuerzas. Muchos científicos y funcionarios norteamericanos y británicos espiaron para la URSS porque creían en el socialismo, igual que San Pablo dejó el paganismo para convertirse al cristianismo. ¿Fueron tránsfugas, traidores o veletas?

La facultad de revisar los propios valores, de actualizarse, de clarificar las ideas, de mejorar los criterios, de discutir decisiones arbitrarias, de escarbar la conciencia, de enmendar errores, no es propia de ovejas ni de diputados, sino de hombres libres. Cosa distinta es cambiar de camiseta por engordar o por despecho.

Inscribirse en un partido es tan fácil como enmaridarse; pero es difícil amar a una sola mujer y abrazar una sola ideología de por vida. Los candidatos pertenecen a un partido porque se han vendido a él; pero no son imprescindibles, sino parte de la basura acumulada en el trajín político. Todo partido necesita deshacerse de parte de basura, y nunca faltan otros partidos que se nutren con esos desperdicios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario