A mediados de 2004, un grupo de jóvenes investigadores de una conocida ONG buscó 14 líderes indígenas, cada uno perteneciente a una región del país, y nos dimos juntos a escribir sus biografías. Este libro nunca se editó en conjunto, salvo unas cuantas separatas sobre uno que otro de esos 14 líderes, pero la experiencia nos permitió ver que Bolivia tenía una nueva cultura política muy distinta de la que heredamos de dos décadas de democracia pactada. Aun más: resultaba claro que todo ese movimiento ascendente, alimentado desde una base horizontal extensa y contundente, iba a ascender al poder más temprano que tarde.
O sea, que si en diciembre de 2005 Evo no ganaba las elecciones generales con una amplia mayoría, ningún otro Gobierno tenía la capacidad de sostenerse mucho tiempo ante el embate de ese movimiento popular. ¿Dónde radicaba su fuerza? En el cambio radical de usos y costumbres políticas. Líderes como Celima Torrico, Nemesia Achacollo, Nelly Romero, Bienvenido Zacu, Francisco Fernández, Silvia Alemania, Genaro Flores padre e hijo y Román Loayza, de quienes ni se sospechaba que serían grandes operadores políticos, debían su ascenso a un apoyo distinto al que genera el marketing.
Eran gente que se había distinguido en la atención de los problemas de su comunidad, de la más pequeña y local, y por eso habían merecido la confianza de sus iguales, que fueron promoviéndolos, primero a concejalías, luego a diputaciones y senaturías y, por fin, al ejercicio del Gobierno. En el viejo marketing, uno se presentaba ante el electorado mostrando profusa propaganda y exhibiendo sus títulos: Yo estudié en Harvard, yo tengo experiencia, yo puedo sacar al país de la crisis. La nueva cultura política es la negación del yo, la negación del ego. Si uno se presenta al electorado como un distinguido profesional o un político iluminado, lo más probable es que salga tostando, pues el electorado ahora confía en quienes ha conocido desde sus primeras armas, desde la lucha por obtener agua potable, energía eléctrica y otros servicios públicos para sus comunidades, y no confía en quien desconoce, por más que aparezca en grandes avisos que publican los medios.
Es particularmente conmovedora la historia de las mujeres indígenas, su lucha por participar en los problemas de su comunidad, que debe sortear dos obstáculos: el del marido y el de las obligaciones hogareñas. Aun así, es una constante el entusiasmo con el que asisten a las reuniones y asambleas para ejercer esa forma de democracia que no pasa por el voto (el contento de los que ganan y el descontento de los que pierden), sino por el consenso: todos juntos y convencidos. Deben lidiar con sus maridos y con la gente de su propia comunidad, pero al fin demuestran su habilidad para negociar ventajas para su colectividad y ganan el apoyo de todos para ser promovidas a concejalas, diputadas, senadoras o ministras.
Las verdaderas revoluciones se dan en el cambio de estructuras simbólicas, en el imaginario de las personas, que orienta sus usos y costumbres. Habrá quienes sigan con la vieja cultura política, pero es dudoso que tengan éxito electoral.
* Escritor y columnista
ramonrochamonroy@gmail.com
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miércoles, 20 de mayo de 2009
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