domingo, 27 de septiembre de 2009

Moral individual y moral política (Carlos D. Mesa Gisbert)

Uno de los debates más intensos y profundos en torno a la ética humana es el referido a la diferencia entre moral individual y moral política. Los principios y valores que forman parte de los derechos humanos universales, dicen unos, son de inexcusable cumplimiento por todos, independientemente del lugar que ocupen e independientemente del poder que tengan. Hay razones de Estado y bienes mayores, dicen otros, que en ocasiones explican –cuando menos— las decisiones que personas de Estado toman en beneficio de la mayoría, violando derechos y garantías de unos pocos. Algunos van más lejos; hay oportunidades –afirman— en que la pérdida de algunas vidas humanas es el precio inevitable que hay que pagar para garantizar el presente y el futuro de toda una sociedad.

Estas reflexiones complejas y que colocaron en verdaderos dilemas a quienes creemos en los valores universales y los derechos de los seres humanos, son parte esencial del gran desafío ético que hicimos en Bolivia a partir de octubre de 2003, no porque fuera entonces en que se produjo por primera vez en democracia la violación de derechos y garantías ciudadanas, sino porque ese fue el momento culminante de un proceso de violencia creciente desde el Estado que cobró muchas vidas.

Pero la vida no es el único valor sagrado que ha estado en juego en el país en el marco de la democracia, lo está la libertad de expresión y la libertad individual. La controversia sobre si actualmente algunos presos son presos por delitos comunes o presos políticos, tiene plena vigencia. La posición frente a estos hechos puede ser cualquiera, y cualquiera tiene derecho a defender la moral individual o la moral política, siempre que sea con coherencia, con integridad y honestidad intelectual y sobre todo ética. Lo único que no es admisible es el doble rasero para juzgar a unos y otros de acuerdo a la circunstancia y al momento.

La “luz del cambio” que el Presidente Morales dice encarnar (literalmente, encarnar) está encegue- ciendo demasiado tiempo a algunas personas relevantes como para seguir pasando el asunto por alto. Quienes de modo explícito e inequívoco declararon públicamente su adhesión y militancia en defensa de los derechos humanos universales, de la ética como práctica indispensable y se jugaron por defender estos principios, no pueden hoy “descubrir” esos valores “superiores” que convierten en aceptable lo que antes calificaban como un crimen.

Los políticos con larga tradición en la militancia partidaria han aprendido que el ejercicio de su actividad se mueve en un mar de grises, y la experiencia me ha enseñado que ese mar vale aun en las naciones más avanzadas en su institucionalidad democrática. La diferencia es que en esas naciones hay una alta posibilidad de que quien vulnera derechos y garantías ciudadanos sea juzgado y condenado, o removido democráticamente del cargo, o en el peor de los casos, termine dos mandatos y nunca más vuelva a hacer política. En cambio, en algunas naciones latinoamericanas adscritas al “socialismo del siglo XXI” encaramos el difícil trance de vivir experiencias que nos deparan el discutible privilegio de que nuestros hijos o nietos vean morir en su lecho a quienes por alguna extraña razón creyeron o creen que sin ellos todo el proceso que promovieron se hundiría.

Humillar a un periodista frente a todo el país viola un derecho humano y viola la libertad de expresión, matar a ciudadanos que se manifiestan contra el Gobierno viola el sagrado derecho a la vida, meter en la cárcel a alguien sin el debido proceso, aun en el supuesto de que haya cometido un delito, es violar sus derechos y garantías individuales, poner una bomba en un canal de Tv de la oposición es terrorismo, disparar contra un periodista de la oposición “accidentalmente” amerita una investigación inmediata y la suspensión del responsable directo del hecho, matar a tres supuestos terroristas, prohibir el ingreso de medios y de abogados de las víctimas al lugar de los hechos durante catorce horas es una violación flagrante de derechos consagrados por la Constitución. Someter al Poder Judicial a un acoso y acusaciones tales que acaben destruyéndolo o inhabilitándolo, es un golpe de Estado “suave”, pero golpe de Estado, aun aceptando que podamos debatir sobre la idoneidad de los miembros de ese Poder Judicial, pues con ese mismo criterio subjetivo tendríamos derecho de dudar de la idoneidad y honestidad de los ministros que el Presidente nombra discrecionalmente.

Las preguntas son muy simples ¿Por qué, derechos universales defendidos a capa y espada cuando gobernaban los mal llamados “neoliberales”, dejan de serlo, o son matizados, o se disfrazan con buenos argumentos cuando quien vulnera esos derechos es “revolucionario”? ¿Estamos dispuestos a seguir creyendo que la “revolución” y el “cambio” lo justifica todo? ¿Hay derechos que sólo se reclaman cuando quien los viola tiene una determinada ideología? Luchar por los derechos humanos, con esa lógica, podría ser también entendido como una coartada ideológica para desestabilizar a un determinado gobernante.

¿Quienes defendieron derechos humanos y quienes criticaron a los “genocidas neoliberales” han perdido la voz? ¿Se han vuelto sordos y ciegos? ¿Es verdad hoy como ayer, que “unos son más iguales que otros”?

Y la pregunta de fondo. ¿Podemos aceptar que quienes sufrieron por generaciones la violación de sus derechos, garantías, libertades y la pérdida de la propia vida de sus antecesores en manos de los opresores, tienen justificativos para violar derechos, garantías, libertades y vidas, hoy, dada la acumulación centenaria de los vejámenes sufridos? Si la respuesta es sí, acabaré aceptando que la razón y la moral política derrotarán siempre a la razón y a la moral individual. Si eso ocurre, nuestra libertad será entregada a la “razón de Estado” con el aval de quienes a la hora de la verdad anteponen sus visiones subjetivas a sus valores esenciales.

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El autor es ex presidente de Bolivia, periodista, historiador y político.
Fuente: La Razón

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