lunes, 28 de septiembre de 2009

La rosa del jardín (Gonzalo Lema)

Tengo para mí que no se debe sacar los pies del centro mismo de la democracia. Hay que tenerlos firmes allí, como plantados. Es decir: como los viejos molles que heredamos de los abuelos y todavía hoy embellecen el paisaje y nos dan una idea concreta de la eternidad. Y si el afán es el de salir a pasear por los extremos de la política, motivados por ejemplo por la necesaria justicia social que debemos practicar, muchos teóricos políticos dicen que lo mejor es hacerlo máximo con un solo pie, pues el otro debería continuar en el centro cuidando la riqueza de todos, como se cuida la rosa del jardín. Sacar ambos pies es un peligro, porque el plano se desequilibra y el país echa a andar por la cornisa, a la deriva, como si el mundo se hubiera vuelto loco.

El centro mismo de la democracia significa, ante todo, una mirada panorámica inigualable para quienes tienen la suerte de gobernar. Desde el centro se logra una posición equidistante hacia los sectores sociales, hacia las regiones, hacia toda la república. Si se pierde ese centro y el gobernante comienza a desarrollar un derrotero por algún sendero ideológico y con los dos pies, muy pronto termina perdido en los bosques del delirio. Es, en ese mismo momento, que ese gobierno nacional se vuelve sectario, unilateral, parcializado, y se gana la bronca de quienes quedan al frente.

Hay varias maneras de abandonar el centro: discurseando sólo para unos y no para todos es el mejor ejemplo. Entre esos ‘todos’ están los que votaron en contra, claro, del gobierno. Siendo justos con los mismos unos y sin explicar las razones a los otros, cuando en realidad se le debería decir a toda la nación que el país ha crecido desequilibrado, kumukumito, se diría en quechua, y que es tiempo de reparar todas las iniquidades sociales para sentirnos efectivamente demócratas. Aplicando presión en la justicia sólo para algunas causas, siempre perdidas por lo demás, y haciéndose al ciego, sordo y mudo con las mismas causas pero de los otros. Enojándose hasta ponerse rojos de cólera con quienes piensan al revés de su política. Claro, el mundo es así: si todos hicieran zig, no existiría el zag. Pero el problema es que existe y todo hace prever que existirá. Visitando ciertos lugares y no otros. Evitando sentarse a la mesa con todos: los buenos, los malos y tanto feo que abunda en la política, y hacerlo sólo con quienes rezan lo mismo. Evitando consensuar, concertar y comulgar con los del frente. Sentir una mezcla de rabia y vergüenza de tener que hacerlo, porque de todas formas hay que hacerlo si queremos llevar adelante el cambio con unión y no con división, como ya escuché a Rodrigo Paz Pereyra, y me parece una buena síntesis de mi posición sentimental. Al respecto, en nuestra Bolivia actual se enfrentan los contrabandistas de Guaqui contra los de Desaguadero, y los cocanis contra los cocaleros, y los policías rasos contra los policías de grado, y los mineros sindicalizados contra los cooperativistas, y el campo contra la ciudad, y el oriente contra el occidente, y los platudos contra los pelados. Es decir: todos contra todos.

El centro democrático está llamado a ser ecuánime, como debería ser todo buen padre. Sin embargo, inclusive tenemos intelectuales que de puro arrebato nervioso, debido a tanto café y cigarro a lo largo de su vida, que están dispuestos a brincar de la trinchera democrática y aterrizar en patria o muerte venceremos para terminar así con las múltiples contradicciones muy propias de una sociedad vital, a balazo limpio. Ellos piensan que el centro esencial de la democracia es una cosa propia de maricas. Hace tiempo que esta estirpe milita en la extrema y odia a muerte a los que militan en la otra, sin advertir que los extremos siempre se muerden la cola porque terminan siendo lo mismo, actuando de igual manera, convirtiéndose en todo aquello que odiaban. En política, cuando se habla de las extremas, se tiene la idea de que quieren imponer a balazos sus pesadillas como receta para vivir la realidad. Todavía no se han enterado de esa verdad que circula entre todos los lectores: la realidad es más fuerte que la imaginación. Es decir: mientras intentamos ser más demócratas, más justos, más iguales, más para todos, la realidad se inventa y reinventa, y nos sorprende, y nos enseña, y nos dice que el fanatismo no se justifica nunca, en ninguna de sus manifestaciones: políticas, religiosas o deportivas. Que lo prudente es conservar la cordura, la prudencia, la ecuanimidad, y que si bien es imperioso practicar cuanto antes la justicia social, también se debe gobernar para los ricos legales. Lo contrario significa enfrentarnos, confrontarnos, y dormir con angustia, pues debido a las ideas extremas, al paseo por el bosque con los dos pies, hemos sido injustos con alguien, o hemos puesto una cruz a alguna región o sector social, y ese no era el plan cuando buenamente nos propusimos conducir el país. Angustia y remordimiento.

Pero es obvio que la democracia se aplaza si no desarrolla la justicia social. Para eso sólo hay dos caminos: la redistribución de la riqueza y la educación. O al revés, pues poco importa, porque ambas políticas deben ir de la mano cantando una canción. Y cuando se habla de la redistribución se significa llevar el dinero del Estado y las inversiones a lugares olvidados, para que la gente progrese materialmente y recupere la dignidad y todos sus dientes. Y cuando se habla de educación, porque ya sabemos que sin ella ni siquiera hacer el amor es tan sabroso.

La rosa es el centro del jardín democrático, aunque está permitido eso de sacar un pie hacia la izquierda y equilibrar honradamente la balanza. A mí me alegra ver otros rostros en el gabinete, en el parlamento, en todas las instancias de nuestra institucionalidad estatal. Sé que son bolivianos que vienen de otras sociedades: rurales, indígenas, campesinas… Es tiempo de ellos. Pero ansío que pronto estemos mezclados y revueltos como mestizos que somos en la misma responsabilidad: sacar el país hacia adelante para que esta aventura de vivir, y de ser bolivianos, sea incanjeable.

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