sábado, 7 de noviembre de 2009

El valor de la opinión pública (Waldo Peña Cazas)

Se dice que en un sistema democrático el poder de la opinión pública es fundamental para decidir los grandes asuntos públicos, y esto tendría que hacerse evidente sobre todo en los resultados electorales, que más bien son productos de climas de opinión artificiales, creados en beneficio de grupos de presión enquistados tanto en organismos del Estado como en agrupaciones empresariales, sindicales o de otro tipo. ¿Cómo? Digitando la información. Por eso leemos noticias y comentarios contradictorios, cruzados, que entorpecen el recto modo de pensar.

El Estado es omnipresente y omnipotente; pero está alejado de los ciudadanos cuyas vidas norma y controla. Hace las leyes, monopoliza la violencia, paga bien a quienes menos lo merecen, condecora o reprime a quienes quiere, encarcela a inocentes o protege a delincuentes y nos hace creer que lo blanco es negro. ¿Por qué? Porque, en los hechos, el Estado es una camarilla de funcionarios gordos y autoritarios. Alguna vez vi una buena caricatura: el Estado era un monstruo amenazando con garras y fauces a los ciudadanos, insignificantes bichos sin derechos y con obligaciones.

En un sistema democrático excesivamente idealista y poco práctico, los favorecidos por el voto se convierten en el Estado mismo porque creen haber tomado las riendas, cuando sólo han recibido un mandato. ¿Cómo pueden evitarlo los mandantes? Un célebre estudioso de la democracia, Alexis de Tocqueville, decía haber observado que más lucha un pueblo contra la autoridad cuanto más elevado es su nivel de vida, y la historia parece darle razón. Esto significa que los pueblos exigen más cuanto mayores reivindicaciones obtienen, o sea que la libertad y la prosperidad son adictivas: basta paladear una pizca para desear más; pero significa además que una opinión pública ignorante y desinformada perenniza más bien el abuso.

De la observación de Tocqueville podemos sacar otras conclusiones la bonanza y la prosperidad pueden provocar igual o mayor inestabilidad social que el estancamiento y las crisis. Puesto que el progreso nunca es uniforme y es imposible andar bien con Dios y con el diablo, los políticos deben ser diestros para mentir, para dorar píldoras y, si pretenden crear un clima de opinión favorable, nunca, jamás, deben enemistarse con los medios.

Los editoriales o comentarios de prensa parecerían pedacitos de opinión pública; pero, en rigor, son lo único concreto de los pensamientos y sentimientos predominantes en la sociedad, pues la realidad está fragmentada y hay mil maneras distintas de ver las cosas, por diferencias de clase, de formas de vida, de lengua y cultura e inclusive de circunstancias personales. Por eso se dice que la opinión pública es, en realidad, la opinión publicada.

De ahí que gobernantes y opositores sólo teman a los medios, a sabiendas de que la población civil carece de mecanismos coercitivos y nunca es más fuerte que el Estado y los partidos políticos. La sociedad puede ser infeliz; pero a un Estado abiertamente totalitario o falazmente democrático no le importa mucho porque la opinión pública no amenaza su estabilidad. Así, es inevitable confundir gobierno con mando y autoridad con autoritarismo.

En la dura época del stalinismo soviético o del banzerismo boliviano era absurdo pensar en una insurrección popular y tampoco se puede esperar que un régimen democrático, consciente de sus errores y de sus vicios, tenga un súbito arrebato de pudor y enmiende su conducta. Sólo hay un freno para la impostura y la corrupción: el periodismo valiente y honesto.

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